El 28 de abril de 2025, un apagón masivo dejó a millones de personas sin electricidad en varias regiones del mundo. Más allá de las velas encendidas y los electrodomésticos silenciados, un fenómeno destacó por encima del resto: la ansiedad colectiva ante la desconexión de internet. Redes sociales, plataformas de streaming, aplicaciones de mensajería y servicios en la nube quedaron inaccesibles, y con ellos, una parte esencial de nuestra rutina diaria. Este evento ha reavivado el debate: ¿es nuestra dependencia de internet una adicción o simplemente una adaptación inevitable a la era digital?
El apagón: un espejo de nuestra relación con la red
Cuando las luces se apagaron, no solo se cortó la energía; se interrumpió el flujo constante de información y conexión que define la vida moderna. En cuestión de minutos, las redes sociales se llenaron de lamentos (desde los pocos dispositivos con batería y datos móviles) sobre la imposibilidad de trabajar, estudiar o simplemente pasar el rato. Algunos recurrieron a libros o conversaciones cara a cara, pero muchos otros describieron una sensación de vacío, como si les hubieran arrebatado una extensión de sí mismos.
Estudios recientes, como los de la Universidad de Stanford (2023), sugieren que el uso promedio de internet supera las 6 horas diarias en adultos, con picos aún mayores en adolescentes. Plataformas como X, diseñadas para captar nuestra atención con notificaciones y contenido personalizado, refuerzan este hábito. Durante el apagón, la ausencia de estas plataformas no solo generó incomodidad, sino también síntomas físicos en algunos: ansiedad, irritabilidad e incluso insomnio, señales que los psicólogos asocian con trastornos de adicción.
¿Adicción o dependencia funcional?
Sin embargo, calificar nuestra relación con internet como «adicción» puede ser simplista. Internet no es solo un pasatiempo; es la infraestructura de la vida contemporánea. El trabajo remoto, la educación en línea, las transacciones bancarias y hasta las citas médicas dependen de la conectividad. Durante el apagón, quienes no pudieron acceder a sus cuentas bancarias o enviar un correo urgente no estaban «enganchados» en el sentido recreativo, sino varados en un sistema que les exige estar en línea.
Por otro lado, no se puede ignorar el diseño intencional de las plataformas digitales. Algoritmos que priorizan contenido adictivo y el refuerzo constante de «likes» y notificaciones activan los mismos circuitos cerebrales que las apuestas o las drogas, según un informe de la OMS (2024). El apagón expuso esta faceta: muchos no echaron de menos internet por su utilidad, sino por la gratificación inmediata que proporciona.
Lecciones del apagón
El 28 de abril nos obligó a mirarnos al espejo. Hubo quienes redescubrieron el placer de actividades analógicas, como leer un libro físico o jugar juegos de mesa, pero también quienes se sintieron paralizados sin sus pantallas. Esto plantea preguntas incómodas: ¿qué tan autónomos somos realmente? ¿Podemos funcionar sin internet o hemos delegado demasiado de nuestra vida a la nube?
La solución no es demonizar internet, sino fomentar un uso más consciente. Iniciativas como el «detox digital» o establecer límites horarios al uso de redes sociales están ganando terreno. Además, el apagón subrayó la necesidad de diversificar nuestras habilidades y recursos: desde tener copias físicas de documentos importantes hasta saber entretenernos sin una pantalla.
Conclusión
El apagón del 28 de abril no solo cortó la luz; iluminó nuestra relación compleja con internet. No todos somos adictos, pero todos dependemos de la red en mayor o menor medida. La clave está en encontrar un equilibrio: usar internet como una herramienta poderosa, pero no como una prótesis de nuestra identidad o felicidad. La próxima vez que la red caiga, tal vez podamos apagar la ansiedad y encender una vela, un libro o una conversación. Porque, al final, la vida sigue existiendo más allá de la pantalla.